Admiro profundamente países cuyo proceso de integración ha sido exitoso, tales como Canadá que parte de la diversidad como principio fundamental sosteniendo que la diferencia es la materia prima con la que se construyen como país.
La diferencia que plantea otro distinto es la forma más eficaz de descubrir quién soy, sin otredad no existo, porque es en el otro donde me descubro a mí mismo. Mientras conocemos a otras culturas comenzamos a reconocer las particularidades y singulares de la propia. Por eso yo invitaría a todo aquel que piensa que su cultura es la mejor o la única que vale la pena conocer, a que sea inmigrante al menos una vez. Si piensa que va a quedar intacto después de la experiencia descubrirá cuan equivocado está.
Desde el punto de vista psicológico ¿Qué le pasa al que emigra? Pues le pasa mucho. Todo lo que rodea a la persona se modifica. Aquello que le había servido hasta entonces de referencia, todo lo que para él o ella era conocido cambia. Pierde sus vínculos familiares, sociales y su estatus socio-económico. Contempla paisajes que le son ajenos y se enfrenta a un clima que no le es familiar. En pocas palabras, el que emigra pierde de forma masiva mucho de lo que le servía de sostén psicológico dejando un inmenso espacio para que crezca la soledad, una soledad que está por desgracia demasiado emparentada con el desamparo.
Sin embargo, como el inmigrante suele ser empecinado no deja de soñar con un futuro más alentador y por eso pondrá a prueba todos sus recursos psicológicos hasta lograr hacerse un espacio en el nuevo lugar.
¿Por qué invito a las personas a pasar por tanto sufrimiento? Para imaginar que es posible sembrar en el alma de los que apuestan por expulsiones masivas de extranjeros, por el cierre a cal y canto de las fronteras, por la hostilidad velada o manifiesta hacia el inmigrante, algo de compasión. Para atreverme a soñar más e imaginar que la empatía, el interés y el respeto por lo ajeno sean un axioma en cada cultura.